Una llamada que se vuelve contagiosa, la de Santa Clara de Asís, cuando en San Damián también su madre Ortolana y su hermana Beatriz abrazaron la misma forma de vida. Es la confirmación de que no se trataba de una elección aislada, sino de “una llamada que también hoy nos pone en camino si la escuchamos, que provoca procesos de transformación interior”. Así lo expresó el Obispo de Albano, Monseñor Vincenzo Viva, al presidir la concelebración eucarística con ocasión de la fiesta de Santa Clara de Asís, la tarde del lunes 11 de agosto, en el monasterio de la Inmaculada Concepción de las Clarisas, situado en el territorio de las Villas Pontificias, que constituyen una Dirección de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano.
Las Clarisas habían invitado a los fieles a participar en la fiesta para “alabar, bendecir y dar gracias al ‘Padre de las Misericordias’ por la vida luminosa de Santa Clara” y para pedir, por su intercesión, “el don de la fidelidad a Cristo y a los valores del Evangelio, a fin de ser instrumentos de paz para toda la humanidad”.
Al término de la Misa, Monseñor Viva bendijo el “Pan de Santa Clara”, que fue distribuido a los fieles.
El origen de esta tradición se remonta al célebre milagro de la Santa, cuando multiplicó medio pan para cincuenta hermanas. La tradición cuenta que en el monasterio solo quedaba un pan. Clara ordenó a sor Cecilia enviar la mitad a los frailes y, con la otra mitad, cortar cincuenta rebanadas. Ante las dudas de la monja, Clara se puso a orar e invitó a sor Cecilia a confiar en la Providencia. Milagrosamente, el pan bastó para alimentar a las cincuenta hermanas.
El acontecimiento prodigioso está representado en una de las ocho escenas del Retablo de Santa Clara (1283), que se encuentra en el interior de la Basílica de la Santa en Asís.
El origen de la ofrenda del Pan bendito, en la fiesta de la Santa, surgió de la costumbre de preparar centenares de pequeños panes destinados a los más necesitados. El gesto no era simple beneficencia, sino un signo concreto de la herencia de Santa Clara: compartir, en la pobreza, los bienes disponibles. Era también una invitación a confiar en la Providencia, recordando la multiplicación de los panes.
La fiesta en el monasterio de Albano estuvo precedida por un triduo solemne predicado por fray Rino Bernardini, de la Orden de los Hermanos Menores, del viernes 8 al domingo 10 de agosto. El sábado 9 de agosto, durante la celebración eucarística de las 18:00, las Clarisas renovaron los votos monásticos. El triduo concluyó el domingo 10 de agosto con la memoria del Tránsito de Santa Clara.
Publicamos la homilía del Obispo de Albano:
Hoy celebramos la solemnidad de Santa Clara en el corazón de este Año Jubilar, tan rico en gracia también para nuestra Diócesis de Albano. Conservamos aún en el corazón la reciente visita del Santo Padre a nuestra Catedral y a nuestras hermanas Clarisas: aquí mismo, en esta iglesia, ante el sagrario, el Papa León se detuvo a orar junto a nuestras hermanas; con ellas compartió un diálogo hecho de fraternidad y alegría, de escucha recíproca y de aliento. Hace dos domingos, además, mil quinientos jóvenes de la diócesis concluyeron su Jubileo con una celebración verdaderamente emotiva e impresionante.
Por un lado, el Jubileo nos invita a hacernos peregrinos, a ponernos en camino, a atravesar las Puertas Santas que se han abierto en las Basílicas de Roma. Por otro, vosotras, queridas hermanas clarisas, con vuestra radical opción de vida —vuestro carisma de esponsalidad espiritual, de contemplación en clausura, de pobreza, alegría y vida fraterna— nos recordáis una verdad fundamental: hay una peregrinación interior que realizar, mucho más importante que cualquier peregrinación exterior. Hay una puerta que atravesar, a la que remiten y señalan esas puertas abiertas en Roma. Esa puerta es Jesucristo, su persona viva, que nos espera y desea encontrarnos.
Aquella joven de dieciocho años de Asís… ¿podéis imaginarla? La noche del Domingo de Ramos de 1212 salió de la casa paterna para encontrarse con Francisco en la Porciúncula. En su corazón ya había resonado aquella llamada esponsal que hoy hemos escuchado en la primera lectura del profeta Oseas: “Por eso yo la seduciré, la llevaré al desierto y hablaré a su corazón. Te haré mi esposa para siempre, te desposaré conmigo en la fidelidad”. El gesto de cortarse el cabello ante el altar de la Virgen de los Ángeles no fue para Clara una ruptura con la vida. ¡Al contrario! Fue el descubrimiento de la verdadera vida. Clara había encontrado al Esposo que su corazón anhelaba. He aquí la puerta que cada uno debe realmente franquear en este Año Jubilar.
San Agustín nos lo recuerda con palabras que no envejecen: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Este anhelo, connatural al ser humano, encontró en Clara una respuesta radical. La joven de familia noble, criada entre comodidades, eligió el camino de la pobreza más absoluta.
Y fijaos en lo que ocurrió: cuando su hermana Inés la alcanzó —apenas con dieciséis años— en San Damián; cuando su madre Ortolana y su hermana Beatriz abrazaron la misma forma de vida… se comprendió que no se trataba de una elección aislada. ¡Era una llamada que se volvía contagiosa! Una llamada que también hoy nos pone en camino si la escuchamos, que provoca procesos de transformación interior.
Descubrimos así una verdad importante: ponerse en camino para el Jubileo, atravesar una Puerta Santa, significa en definitiva dejarse transformar por Cristo, descubrir la verdadera morada del Jubileo, que es “permanecer en Cristo”. Este verbo —“permanecer”— resuena en el Evangelio de Juan que acabamos de escuchar. Podemos decir que caracterizó toda la experiencia de Clara: “Permaneced en mí y yo en vosotros. Quien permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto”. Clara lo comprendió cuando se estableció definitivamente en San Damián. En aquella pequeña iglesia que Francisco había restaurado ladrillo a ladrillo, obedeciendo a la voz del Crucifijo, Clara encontró su verdadera casa. Pensad: ¡durante cuarenta y dos años no volvió a salir de aquellas paredes! Y, sin embargo, su influencia espiritual alcanzó toda Europa. Su clausura no fue encierro, sino apertura total a Dios. No aislamiento, sino comunión universal.
Lo sabemos bien por experiencia: ¡qué hermoso es a veces permanecer en un lugar donde nos sentimos en casa y acogidos! ¡Qué hermoso es reposar en compañía de quienes nos quieren! El evangelista Juan toma esta expresión del griego profano y le da un significado nuevo, poniéndola en relación con lo que Cristo obra en nuestra vida.
Hay una comunión íntima entre Cristo y sus discípulos. Jesús nos invita a entrar en esta comunión, a permanecer en ella, para que nuestra vida produzca fruto en sentido evangélico. Pero, ¿dónde podemos experimentar este “permanecer” —que es una unión mística— aun siendo de barro, es decir, frágiles y vulnerables (cf. 2 Cor 4, 6-17)?
Quisiera señalar tres lugares. En la Escritura: la lectio divina se convierte en peregrinación interior. Cada página sagrada es una puerta por la que Cristo vivo sigue hablando a nuestra conciencia. En este Año Santo, redescubramos nuestra relación con la Escritura como palabra de vida.
En la Liturgia: cada celebración eucarística es anticipación de la liturgia celestial, donde ya participamos en la alegría del Reino. Especialmente en la Eucaristía hacemos experiencia de “permanecer en Cristo”. Muchos de vosotros encontráis precisamente en esta iglesia, cada mañana a las 7:00, gracias a la liturgia cuidada y bien preparada por nuestras hermanas clarisas, un lugar donde “permanecer” en Cristo, donde encontrar su amor que orienta la jornada.
En la Vida Teologal: en el testimonio cotidiano. La fe, la esperanza y la caridad, vividas con compromiso, son el lugar en el que damos testimonio de nuestra pertenencia a Cristo. En nuestro testimonio como discípulos del Señor hoy se ve que “le pertenecemos” y que en Él tenemos “nuestra verdadera morada”.
Mientras celebramos hoy a vuestra Santa Madre, encomendamos a su intercesión las intenciones de este Año Jubilar. Pedimos también esta oración de intercesión a vosotras, queridas hermanas clarisas: que Clara obtenga para la Iglesia universal la gracia de ser cada vez más “puerta de la esperanza” para la humanidad extraviada.
Que vuestro valioso testimonio —de esponsalidad radical, de pobreza y fraternidad— suscite vocaciones en nuestra Iglesia local y nos ayude a todos a crecer en el deseo de “permanecer en el amor de Cristo” y de dar frutos de santidad y alegría en el mundo. Así será verdaderamente un Jubileo, un Año Santo bendecido por el Señor. ¡Santa Clara interceda por todos nosotros! Amén.