En la astronomía se encuentran belleza y alegría: signos de la presencia de Dios. Saber qué significan belleza y alegría permite reconocerlas también en la oración y, por tanto, comprender qué buscar en la ciencia. Así lo afirmó el hermano jesuita Guy Consolmagno, director de la Specola Vaticana desde 2015 hasta el 19 de septiembre de 2025, en esta entrevista concedida a www.vaticanstate.va.
Los cambios en el modo en que se hace ciencia en la Specola reflejan la manera en que la propia ciencia ha cambiado en los últimos 130 años. Originalmente, el trabajo de la Specola se limitaba a algunos proyectos llevados a cabo bajo la dirección del Director. La situación comenzó a cambiar con el nombramiento del padre Patrick Treanor en 1970 y, tras su prematura muerte en 1978, se aceleró bajo la guía de su sucesor, el padre George Coyne. Al personal se sumó una nueva generación de astrónomos, a quienes se concedió independencia para seguir sus propias líneas de investigación.
No obstante, gran parte del mandato de Coyne estuvo dedicado a la construcción del Vatican Advanced Technology Telescope (VATT), de modo que en los años noventa solo había dos o tres astrónomos en condiciones de producir activamente artículos de investigación. Afortunadamente, Coyne puso en marcha un exitoso programa de reclutamiento para incorporar nuevos astrónomos jesuitas a la Specola. Entretanto, durante aquel período, la sede principal de la investigación estaba concentrada en las oficinas de la Specola en Tucson.
Una vez que el telescopio estuvo plenamente operativo y muchos de estos nuevos miembros se incorporaron a la Specola, el ritmo de la investigación aumentó de manera significativa. Esto fue particularmente evidente durante el período en que el padre José Funes fue Director. El traslado a una nueva sede en las Villas Pontificias en 2009 permitió disponer de más espacio y de nuevas instalaciones científicas, como el notablemente potenciado laboratorio de meteoritos. Además, Funes amplió la institución de los “astrónomos auxiliares”, científicos empleados en otras instituciones pero con una afiliación aprobada por el Vaticano con la Specola.
Este contexto sentó así las bases de la situación actual de la Specola. Hoy contamos con una investigación científica activa realizada por una docena de astrónomos jesuitas empleados en la propia Specola en numerosos campos, en particular en espectroscopía estelar, meteórica y observación de planetas menores, además del trabajo de los “auxiliares”, invitados a menudo a colaborar precisamente por la forma en que sus campos de estudio complementan el trabajo desarrollado en la Specola. Diría que resultaría difícil encontrar un área de investigación astronómica moderna en la que la Specola no esté presente.
Este trabajo se ha ampliado hasta incluir investigaciones punteras en la historia y la filosofía de la astronomía, dirigidas en muchos casos por estos colaboradores. Entre ellos, Ileana Chinnici y Christopher Graney han publicado libros galardonados en el ámbito de la historia de la astronomía, mientras que Louis Caruana y el padre Giuseppe Tanzella-Nitti han añadido investigaciones de gran relevancia en filosofía y teología de la ciencia.
El papel de la Specola, tal como nos fue confiado por el papa León XIII, es mostrar al mundo que la Iglesia apoya la buena ciencia. Solo en términos de número de artículos publicados, en los últimos treinta años hemos triplicado la cantidad de trabajos revisados por pares realizados en la Specola. También hemos ampliado nuestro alcance público para “mostrar al mundo”… como describiré más adelante.
Una forma de medir la importancia de un artículo científico es simplemente ver con qué frecuencia ha sido citado por otros trabajos. Según esta medida, el artículo más citado de un miembro de la Specola en los últimos diez años es el estudio sobre la pérdida de gas en las galaxias realizado por Bianca Poggianti, en el que participó el astrónomo de la Specola Alessandro Omizzolo. Desde su publicación en 2017, este artículo ha sido citado 330 veces en la literatura científica (según la base de datos NASA ADS).
Otros dos artículos muy citados incluyen observaciones en apoyo de la investigación Lamost sobre estrellas, con contribuciones de Chris Corbally, citado hasta ahora 123 veces, y un artículo de revisión sobre las propiedades físicas de los meteoritos, firmado por Guy Consolmagno y Robert Macke, con 105 citas. De particular relevancia es también el artículo publicado en la prestigiosa revista Nature en 2018 por Richard D’Souza sobre la evolución de la galaxia de Andrómeda, citado 112 veces y que apareció además en la portada de Sky and Telescope Magazine.
Un problema al utilizar únicamente las citas como criterio de relevancia es, sin embargo, que los artículos más antiguos han tenido obviamente más tiempo para ser citados. Quisiera, por tanto, subrayar dos investigaciones más recientes que, a mi juicio, podrían revelarse muy significativas en el futuro.
La primera es el trabajo sobre cosmología de Gabriele Gionti y Matteo Galaverni. Sus cálculos matemáticos acerca de los distintos enfoques de las cuestiones cosmológicas se han publicado en una prestigiosa revista de física y constituyen un paso importante en la manera en que tratamos de comprender la naturaleza misma del universo en sus primeros nstante stras la creación. En este sentido, se trata de un pequeño paso, pero relativo a una cuestión inmensa y fundamental.
En segundo lugar, el estudio sobre la medición de las propiedades físicas de las muestras del asteroide Bennu, devueltas por la reciente misión de la NASA, así como de los meteoritos que parecen ser buenos análogos de ese material, llevado a cabo principalmente por Robert Macke —junto con su labor en la misión Lucy de la NASA sobre los asteroides troyanos—, está a la altura de cualquier investigación científica desarrollada hoy en este campo. Sus descubrimientos sobre el comportamiento de estas muestras a temperaturas propias de los asteroides serán fundamentales no solo para nuestra comprensión científica de los mismos, sino también para nuestra capacidad de explotarlos o desviarlos cuando se aproximen a la Tierra.
La ciencia no puede demostrar a Dios, y ningún principio teológico puede derivarse de la ciencia. Del mismo modo, no se hallan en la Escritura ni en la Tradición las respuestas a las preguntas científicas. Hay muchas formas de mostrarlo, pero quizá la más evidente es recordar que, aunque la verdad sea eterna, la ciencia con la que intentamos expresar esas verdades limitadas que le corresponden por ámbito está en constante transformación. Dicho de otro modo: una teología basada en la mejor ciencia del momento quedará obsoleta en cuanto esa ciencia sea reemplazada por otra mejor.
Pero ciencia y fe interactúan y se sostienen mutuamente. En una carta dirigida al padre Coyne, entonces director de la Specola, san Juan Pablo II señalaba que «la ciencia puede purificar la religión del error y de la superstición; la religión puede purificar la ciencia de la idolatría y de los falsos absolutos».
¿Qué puedo añadir a esto a la luz de mi experiencia en la Specola Vaticana? Ante todo, descubro que la ciencia que realizo me hace consciente de que todas mis descripciones de la verdad, tanto científicas como teológicas, no son más que metáforas poéticas de lo inefable. Pero, precisamente porque esto es así, cuantas más imágenes tengamos, cuantas más metáforas podamos emplear, mejor podremos aproximarnos a esa verdad. Así, el conocimiento de la ciencia me proporciona más maneras de imaginar a Dios.
Además, me da un sentido o una familiaridad con lo que se siente al encontrarse con la «verdad». Recuerdo a menudo el adagio del matemático John von Neumann, que decía que «nunca se comprende del todo la matemática, simplemente uno se acostumbra a ella». Creo que esto describe bien cómo uno puede habituarse tanto a Dios como a la Naturaleza… pasando mucho tiempo con ambos y reconociendo que siempre hay algo más que aprender. En particular, una cosa es afirmar (sinceramente) que Dios es sutil; pero, después de todo, fue Einstein quien, contemplando un problema científico, acuñó la frase: «Dios es sutil, pero no malicioso».
Finalmente, en la astronomía me encuentro con la belleza y la alegría. Estos, para mí, son signos de la presencia de Dios. Saber qué significan belleza y alegría me permite habituarme a ellos y reconocerlos también en mi oración. Y, viceversa, experimentarlos en la oración me permite comprender qué debo buscar en mi ciencia.
En los últimos setenta años, la astronomía ha progresado de manera extraordinaria gracias al sólido apoyo gubernamental a la investigación científica, primero en Estados Unidos y después en toda Europa occidental, en Japón y ahora también en China. Este apoyo ha sido bipartidista y constante, a pesar de los numerosos cambios en las tendencias políticas y sociales. Pero esa situación se encuentra ahora amenazada, más inmediatamente en Estados Unidos, aunque también en otras partes del mundo.
El problema no se reduce al dinero: refleja un cambio más amplio en las actitudes de la sociedad. Donde antes podía debatirse si una u otra religión era verdadera, ahora el propio concepto de verdad está siendo cuestionado. ¿Por qué ocurre esto? Creo que, al menos en parte, muchas personas temen enfrentarse a verdades incómodas que ponen a prueba sus privilegios, su bienestar personal y su sensación de seguridad. Paradójicamente, tanto la ciencia como la religión sufren este ataque cultural, ya que ambas insisten en la existencia de una verdad objetiva.
El resultado de estos ataques no afectará solo a la financiación de la investigación básica, sino también al reconocimiento social de quienes trabajan en la ciencia. En pocas palabras: del mismo modo que las familias con menos hijos han hecho que los padres se muestren menos dispuestos a que sus hijos se dediquen a la vida religiosa célibe, los prejuicios sociales contra la ciencia harán que los padres se sientan menos inclinados a enorgullecerse de que sus hijos elijan carreras que no reportan beneficios inmediatos en los términos que la sociedad actual considera prioritarios, como ganar mucho dinero.
La existencia misma de la Specola Vaticana se opone de manera radical a esa tendencia cultural. En primer lugar, insiste en que el conocimiento puro de la creación de Dios es valioso en sí mismo. En segundo lugar, insiste en que alcanzar ese conocimiento —aunque de manera imperfecta— es posible y constituye un objetivo digno para la vida de una persona. Y, finalmente, el Vaticano, a través de la Specola, proporciona los recursos estables para descubrir y difundir concretamente esa verdad.
Al defender la ciencia y la verdad, la Specola Vaticana lanza un mensaje claro y valiente en un clima en el que tales afirmaciones son hoy más necesarias que nunca.
La respuesta sencilla es decir que la Iglesia enseña que Dios creó el universo; la ciencia me dice cómo lo hizo. Más profundamente, es importante reconocer que la Escritura es un libro sobre Dios, no sobre ciencia. En la Escritura encontramos muchas descripciones distintas del universo creado, algunas más detalladas que otras. Todas representaban la «mejor ciencia de su tiempo» y, por ello, hoy no coinciden entre sí cuando describen los acontecimientos de la creación, ya que la ciencia utilizada para expresarlos cambió radicalmente a lo largo de los mil años en los que se fue redactando la Escritura. Pero lo que permanece constante es el papel de Dios en esa creación.
Dios es uno. Dios está fuera de la creación, fuera del espacio y del tiempo, y es autor del espacio, del tiempo y de las leyes de la creación. Dios crea deliberadamente, no por azar, sino por elección. Dios considera buena la creación, y la creación, a su vez, alaba a su Creador. Y Dios crea en la luz: nosotros, sus criaturas, estamos llamados a contemplar y a gozar de lo que Él ha creado y de cómo lo ha creado. De hecho, el culmen del relato de la creación en el Génesis 1 es el sábado, el día en que se nos concede tiempo y espacio para descansar y disfrutar de esa creación.
Cuando era niño, en las escuelas católicas estadounidenses de los años cincuenta y sesenta, las religiosas y los sacerdotes que me enseñaban me animaban a estudiar ciencias. Nunca me encontré con la idea de que la fe y la ciencia debieran estar enfrentadas. Y tuve la fortuna de encontrar grandes modelos religiosos durante mis estudios universitarios. El MIT contaba con un célebre capellán, el sacerdote paulino Robert Moran, que llegó en 1974. Más tarde, al comenzar mi doctorado en Arizona en 1975, conocí a un científico que había sido salesiano, Godfrey Sill, y a otro que era jesuita, George Coyne. De modo que tenía muchos ejemplos que me mostraban que era posible ser a la vez religioso y científico.
De niño nunca tuve una crisis particular de fe en mi religión, pero hacia finales de mis veinte años empecé a cuestionarme el valor de mi astronomía. Como consecuencia, pasé dos años como voluntario en África con el Cuerpo de Paz de Estados Unidos; allí descubrí que las personas que conocí en Kenia, al menos, encontraban valor en mi astronomía. De ellas aprendí también mi amor por la enseñanza y, finalmente, sentí la llamada a enseñar astronomía como jesuita.
Sin embargo, en aquel momento no veía una conexión real entre la vida religiosa y la carrera científica en sí, del mismo modo que no habría visto una conexión entre ser científico y estar casado. Solo después de ingresar en la Compañía de Jesús, durante mi formación, se me animó a reflexionar profundamente sobre el vínculo entre amar la creación y amar a su Creador. En particular, recuerdo una lección durante mis estudios de filosofía en la que leí sobre la Encarnación según san Atanasio; entonces el vínculo se hizo de repente evidente.
Cuando llegué a la Specola Vaticana en 1993 descubrí su importante colección de meteoritos, que en aquel momento no estaba bien cuidada. La meteórica había sido mi pasión desde mis primeros estudios en el MIT y, en mis trabajos teóricos sobre la evolución de las pequeñas lunas, ya había advertido la necesidad de contar con mediciones precisas de las propiedades físicas de los meteoritos. Naturalmente, un programa semejante de mediciones requería mucho tiempo para poder realizarse; no podía hacerse fácilmente si uno era un profesor en busca de plaza fija o un investigador dependiente de una beca gubernamental con objetivos concretos y un ciclo de renovación de tres años. Pero en la Specola Vaticana no tenía esas limitaciones.
Pude dedicar casi veinte años al desarrollo de sistemas seguros y fiables para efectuar las mediciones que consideraba útiles. Este trabajo no fue en absoluto llamativo, pero se ha considerado fundamental para buena parte de la exploración del cinturón de asteroides, origen de esos meteoritos. Y, a diferencia de mis investigaciones teóricas anteriores, sigue siendo útil mucho tiempo después de que los modelos que las inspiraron hayan sido sustituidos por otros mejores.
Trabajar en el campo de la meteórica permitió también que la colección vaticana volviera a estar disponible para la comunidad científica en general. Puedo señalar a numerosos colegas que han producido importantes artículos basándose tanto en nuestros datos como en nuestros meteoritos.
Pero aquí ocurre además algo más profundo. Al llevar a cabo de manera deliberada estas mediciones, ciertamente modestas, he logrado recordarme a mí mismo y también a algunos colegas el motivo por el que hacemos realmente este trabajo. Ya no busco el prestigio ni el aplauso de mis pares; me basta con ser un colaborador valioso dentro del esfuerzo más amplio de comprender nuestro sistema solar. Puedo decir, con razón, que estudio la creación por amor a su Creador. Pero lo hago también por la alegría de formar parte de una comunidad más amplia de estudiosos de los meteoritos, personas con las que disfruto compartiendo lo que hemos aprendido.
Este tipo de ejemplo —ser científico por amor al conocimiento y no por una carrera de autopromoción— repercute en quienes trabajan con nosotros. Y presenta al propio Vaticano bajo una luz positiva en la escena internacional. Tuve el privilegio de representar a la Santa Sede en una conferencia de las Naciones Unidas sobre los usos pacíficos del espacio ultraterrestre en 2018. También he prestado servicio como responsable en numerosas organizaciones científicas internacionales, entre ellas la Unión Astronómica Internacional, la American Astronomical Society y la Meteoritical Society. Nuestro trabajo proyecta el buen nombre del Vaticano en muchos lugares donde de otro modo no estaría presente.
Me he retirado del cargo de director de la Specola, pero no me jubilaré de la Specola misma. Continuaré investigando en el campo de la meteórica y seguiré con mi labor de conferenciante y divulgador. Tengo varias ideas de libros que podría escribir en el futuro. Además, desempeñaré también un papel importante en el futuro de la Specola como presidente de la Vatican Observatory Foundation, fundada en Estados Unidos hace unos cuarenta años para sostener el trabajo de la Specola Vaticana.
En particular, fue la Fundación la que construyó el Vatican Advanced Technology Telescope en Arizona a principios de los años noventa. Hoy, la Fundación recauda los fondos que permiten el funcionamiento del telescopio. Asimismo, proporciona apoyo económico a numerosas iniciativas educativas y de divulgación del Observatorio Vaticano, entre ellas las escuelas de verano organizadas y celebradas en la sede de Castel Gandolfo, así como programas especiales para científicos y educadores organizados por el Observatorio en Estados Unidos.
Gran parte de mi labor de sensibilización en el futuro comprenderá, por tanto, iniciativas de recaudación de fondos… tanto para atraer capitales de grandes donantes como para ofrecer a benefactores más pequeños un modo de participar en la misión que el papa León XIII nos confió hace tantos años: mostrar al mundo cómo la Iglesia apoya la buena ciencia.